Z.
(Breve biografía no contrastada)
A Zaida Cordero. Fotógrafa
1. El nombre
Cuando las expertas manos enguantadas
lograron por fin sacar al bebé y una enfermera lo recogió presta y pareció que
se lo llevaba a un rincón pero volvía al momento con ese principio biográfico
púrpura y quieto entre sus manos, y el médico lo agarraba de nuevo y después le
metía la punta del índice en la boca minúscula y le pinzaba la naricita para
vaciársela y el recién nacido seguía como sin darse por enterado, el padre de
la criatura sintió tanto miedo como en las horas previas a su primera
exposición de pintura, siendo un joven atormentado por el estilo y una
incipiente calvicie, que recorría los pasillos de la galería pensando que
aquellos cuadros allí colgados se reían de él o lloraban de pena por él.
Quería preguntar si todo iba bien,
pero no podía despegar los labios y se sentía culpable ¿culpable de qué? y
permanecía inmóvil, agarrado a su nikon, y con todos aquellos cuadros
chorreando algo que no era aquello que chorreaban en el pequeño estudio mal
iluminado y que le había proporcionado algo muy parecido a la orientación
definitiva.
El médico parecía tranquilo cuando la
enfermera anunció: quince segundos. Alzó a la niña, porque era una niña lo que
de allí había salido, y comenzó a soplarle en la cara con suavidad. Llórame
bonita, anda, princesita, llórame, decía el médico divertidamente. Veinte
segundos, dijo la enfermera. Y fue justo entonces cuando el padre, sin saber
como, apretó el disparador de la cámara y un fogonazo de luz congeló aquella
escena y atravesó la piel fina del bebé, atravesó la grasa, la carne nueva y
los huesos gomosos, se filtró por la sangre, iluminó los minúsculos órganos
como la fruta embrionaria de un bodegón tenebrista, convirtió las células en
micro galaxias convulsas, apareció por detrás de los ojos y los llenó como
ampollas, subió por su garganta virgen como la luz de un coche que atraviesa un
túnel y salió despedida en la forma de un llanto tan tremendo que nadie oyó a
la enfermera cuando dijo veintiséis segundos, al padre cuando dijo hágase la
luz y a la madre decir ¿no se les golpea en el culo?
Tiempo después al padre le gustaba
comentar que a su hija la resucitó el destello de un flash como a Picasso el
humo de un puro y que el nombre de Zaida venía de cuando la enfermera le dijo
que la niña había roto a llorar exactamente a los veintiséis segundos. Entonces
él preguntó a que letra correspondía la
posición veintiséis en el abecedario , porque estaba totalmente contagiado por
el momento y en esos casos uno siempre busca señales o se las inventa y encima
los nervios no te dejan pensar con claridad y recurres a alguien que esté
emocionalmente desvinculado de todo eso y mucho mejor si es alguien
acostumbrado a participar en la creación de esos milagros ajenos, encargados de
su buen desarrollo, que están en el meollo de la cuestión como si dijéramos,
que se manchan las manos, la punta de los zapatos, pero esa suciedad no les
alcanza el alma o no más de lo necesario, no más de lo que el exorcismo de la
costumbre les permite. Y la enfermera, que por algo era veterana y por tanto
conocía de sobra las manías que podían acometer a los deslumbrados, mistificados progenitores,
le dijo que puesto que el abecedario constaba de justamente 26 letras la cosa
estaba clara. El padre entonces miró a la recién nacida, ahora en los brazos de
la madre, tiritando como todo lo recién nacido. La abotargada fealdad fugándose
del rostro de su mujer le resultó acogedora y remota. Como se llamaba el hotel
aquel, el primero que pude pagar, nuestro primer hotel…
Hotel Zaida, contestó la mujer.
2. Las alergias
Un día de verano entró el padre en la
casa y ordenó que nadie saliera al jardín. Se puso dos pantalones de chándal y
dos sudaderas, unos guantes de nitrilo, en la cabeza se enrolló un pañuelo de
fantasía de su mujer dejando libre los ojos, que cubrió con gafas de sol, y
fijó toda la maraña con una gorra puesta del revés. Fue hasta la cocina y llenó
de agua un cubo de plástico un poco por encima de la mitad. En este punto, su
mujer, que primero se había reido al verlo aparecer así y luego le
había reprochado que cogiera su pañuelo, quiso saber que puñetas pasaba, aunque
considerando las medidas tomadas y la fingida circunspección de su marido, sospechaba que no debía de ser nada por lo
que preocuparse mucho. Avispas, dijo él y salió al jardín con el cubo de agua y
unos andares de explorador o de domador alucinado.
Se descorrieron las cortinas del
ventanal que daba al jardín y madre e hija, esta encaramada en el respaldo del
sofá, vieron a aquel hombre embozado aparecer por un extremo y avanzar decidido
hacia un punto indeterminado entre los arbustos y los árboles frutales. Se
detuvo junto a la tapia y dejó el cubo en el suelo, después se giró y cuando
las distinguió tras el cristal les hizo un gesto que lo mismo podía significar
que nadie se moviera o que le desearan suerte.
Al parecer, el peligro se hallaba en
la barbacoa de ladrillo adosada a la tapia. Tras echar un último vistazo metió
el brazo por la chimenea un momento, lo sacó y lo introdujo rápidamente en el
cubo con agua y ahí lo mantuvo, espantando de vez en cuando avispas imaginarias
con el brazo que le quedaba libre.
Una cara surge por encima del cubo
lenta como una nube. Unos ojos muy abiertos inspeccionan el interior. Unas
pocas todavía se mueven, otras se mueven solo si las miras mucho rato. Son
mujeres vestidas de fiesta que se ahogan y quieren gritar pero no pueden porque
se ahogan. En el fondo hay un castillo con muchas ventanas y en esas ventanas
también hay mujeres que se esconden o se asoman y miran como se ahogan las de
arriba pero en verdad no pueden mirar nada porque también están muertas.
Una mano agarra el borde del cubo. Es
pequeña y muy blanca y tiene restos de esmalte azul en las uñas y en el dorso
partículas de una vieja calcomanía. Las mujeres se mueven como si bailaran,
mueven el culo y dan vueltas y vueltas, a veces en pareja y hasta parece que se
besaran. Tienen los ojos pintados de negro y a cada poco, del castillo sale una
pompa que sube muy rápido y choca con alguna de ellas y hace que dé más vueltas
y más vueltas. Hace calor y sueño.
La mano desciende hasta el agua
caliente y empalidece hasta el punto del lirio. No pasa mucho tiempo hasta que
una primera naufraga engalanada se aferra a esa inesperada balsa y empieza a
trepar por ella. Después otra, y otra más.
El grito sorprendió a los padres dormitando
en el sofá. ¡Zaida! Aullaron al unísono.
La fiebre le duró dieciséis horas. La
hinchazón cuarenta y ocho. Tenía cuatro años y veinte días y por más que pasado
el tiempo desenrollara el carrete de la memoria, siempre aparecía aquel nudo
que la impedía ir más allá de ese suceso que para ella constituiría el primer
recuerdo nítido de su vida.
A los cinco años y doscientos noventa
y cinco días entró en el estudio de su padre, algo que no le estaba permitido,
sobre todo si él no se encontraba allí, como era el caso, ya que en ese momento
atendía a un galerista en la planta baja de la casa. Pero estaba furiosa y con
ganas de hacer daño a ese estúpido que le había pedido, con aquella amabilidad
reconcentrada que lentificaba cada palabra que pasaba por su boca y que solo
desplegaba en presencia de extraños, que se fuera a su habitación porque estaba
haciendo demasiado ruido y papá tenía unas cosas importantes de las que hablar
con aquel señor.
El estudio estaba oscuro y olía a
sopa de verduras y a crema para zapatos. Sobre un caballete con ruedas
distinguió un lienzo grande tapado con una sábana llena de manchas. Tiró de la
sábana con rabia y se quedó mirando. No entendió nada. No había nada que
entender. Cogió un pincel de un bote de cristal y luego pisó un tubo de pintura
que vio en el suelo haciendo salir un fideo de un color que no pudo distinguir.
Aplastó el fideo con la punta del pincel y luego se enfrentó al cuadro, aquel
estúpido cuadro de su estúpido papá. Dudó justo el tiempo necesario para recrear
en su mente una posible reacción inesperada: imaginó a su padre llorando. Pero
entonces le llegó su risa desde el salón y el pincel se lanzó a embadurnar una
parte cualquiera del lienzo.
Salió del estudio cuando oyó pasos
que subían por la escalera. Corriendo se
metió en su cuarto y se escondió bajo la cama. Esperó, notando como si el
corazón diera un beso tras otro al frío suelo. Siguió esperando, intentando oír
algo, pero del estudio solo le llegaban voces apagadas, como si hablaran en
susurros. Finalmente, después de un rato salieron y volvieron a bajar. Tras unas palabras de
despedida oyó cerrarse la puerta principal y luego a su padre que volvía a
subir. Fue directo a la habitación y golpeó suavemente la puerta.¿Zaida? se que
estás aquí. Sin esperar respuesta se sentó en la cama y la niña se estremeció
ante el crujido que provoca el peso de los gigantes que habitan países
flotantes y a los que es mejor no darles medios para bajar de ellos. El peso de
la gente de muchos años, que pueden construir una casa o conducir un coche o
echar a sus hijos fuera de la sala. ¿Sabes? A ese señor le han gustado mis
cuadros. Le han gustado mucho diría yo. ¿Pero sabes cual es el cuadro que le ha
gustado más? ¡Pues ese que tú y yo sabemos! Y se rió con tantas ganas y durante
tanto tiempo que la niña salió de su escondite y se agarró a su rodilla para
sentir esa vibración de gigante que pinta cuadros que gustan y ríen cuando no
esperas que rían. Eso si, no se te ocurra volver a hacerlo, ¿me oyes Zaida?
Jamás.
Al día siguiente le compró un bloc, lápices de
colores, témperas y pinceles y hasta un pequeño caballete que tras lijarlo y
luego barnizarlo, colocó en un rincón del estudio.
A los siete años y ochenta y cinco
días experimentó su primer enamoramiento. El chico se llamaba Zacarías, así que
es posible que la Z, la carestía de nombres que empiezan por esa letra, los
uniera de algún modo, suponiendo que a los niños les importe ese tipo de cosas.
Era Zacarías un niño extraño y violento, con una prodigiosa facilidad para socavar
la confianza de los adultos y embelesar a sus congéneres con sucesos medio
inventados en los que solía introducir siempre algún elemento perturbador, en
una variante retórica del niño que, por ejemplo, lleva al colegio la navaja de
su hermano mayor o el consolador de su
madre escondido en la mochila y luego enseña a los demás chicos en el recreo.
Sin embargo no se podía decir que fuera un mal estudiante o que se portara mal
en clase; se mantenía al margen de la popularidad escolar ganada a golpe de
travesuras y siempre realizaba sus tareas en los plazos exigidos. Hacía lo que
se esperaba de el, sin laureles ni espinos, es decir, lo que se espera de un
alumno corriente, lo que para los profesores era Zacarías. Pero eso si,
manchado con cierto mundanismo prematuro, ciertos resabios de golfillo de
Dickens, rozado por una pátina de desamparo y autosuficiencia animal que
necesariamente hacía saltar su nombre en todas las reuniones de los docentes,
rodeado siempre de variadas hipótesis, algunas especialmente ocurrentes, de
puro manual de pedagogía todas las demás.
Un día la clase fue de excursión a
una fábrica de dulces que estaba en un polígono industrial a las afueras. Allí
les enseñaron todo el ciclo vital de un bizcocho de chocolate, desde la
elaboración de la masa, que unas aspas hacía girar en unos recipientes enormes,
para después pasar a una máquina que le
daba forma redondeada, hasta el momento en el que esos círculos, no mayores que
una galleta, viajaban en una cinta transportadora que daba mareo y luego eran
depositados en unas bandejas grandes como puertas que metían en un horno que
daba miedo. Cuando salían del horno eran como cinco veces más grande y entonces
venía lo mejor: según desfilaban de nuevo por una cinta transportadora, como un
escuadrón de ovnis, un tubo de metal bajaba hasta el bizcocho y lo rellenaba
con crema de chocolate. El tubo hacía esto con un movimiento muy rápido pero al
mismo tiempo muy suave, como para que el bizcocho no se diera cuenta de nada.
Tras la visita por los distintos
módulos llevaron a los niños a un comedor, que era el que usaban los
trabajadores de la fábrica. A todo lo largo de las mesas dispuestas en hileras
habían distribuido todo un surtido de
pasteles de los que allí se elaboraban. En una mesa del fondo comían varios
trabajadores, algunos ataviados con gorritos blancos y una especie de delantal.
Otros llevaban ese mismo gorrito colgando del cuello y se habían quitado el
delantal y parecían cansados y contentos. Los que estaban de espalda se
volvieron para ver entrar a los niños sin dejar de masticar un momento. Al
principio, los niños parecieron abrumados al ver tanta maravilla multiforme
apilada como para escenificar un sueño infinitamente reiterado, pero una vez
distribuidos en las bancas, atacaron a discreción. Dos mujeres vestidas de
calle llenaron vasos de plástico con zumo de frutas que llevaban en jarras de cristal. Cuando algún vaso se
volcaba cualquiera de ellas lo limpiaba y sin dejar de sonreír los amonestaba
de tal manera que casi era una invitación a que lo volvieran a repetir. Los
trabajadores que comían en la mesa del fondo reían ahora a carcajadas y algún
que otro niño descompuso su cara en una cómica mueca de asombro cuando percibió
con toda claridad, la gruesa nota de un eructo sostenido. A Zaida la habían
sentado justo delante de una bandeja de bizcochos rellenos de chocolate, en una
mesa contigua a la de los trabajadores y también oyó el eructo y también vio
como uno se dedicaba a rebañar la punta de un hueso largo, y otro un hueso redondo,
que se metía en la boca, y otro chupaba la tapa de un yogurt, y otro daba
caladas a un cigarro apagado y cuando la miraban le sonreían o le guiñaban un
ojo y le hacían gestos como incitándole a comer.
Pero no podía comer. Miraba los
bizcochos amarillentos, con ese ojo de chocolate en el centro, algunos con
derrames como lágrimas que arrastraran al ojo entero, y cuando de pronto un
bizcocho era raptado por una mano veloz,
ella lo seguía hasta un primer mordisco, que desataba una hemorragia
oscurísima, convirtiendo la boca en una trampa lenta y pastosa, en un agujero
grosero por el que iban pasando los
trozos con ruidos enfermos, con ruidos de viejos locos y de gusanos estallando.
Una mano se posó en su cabeza y cinco
pequeños puntos de interrogación formaron una diadema de sien a sien. ¿Y tú por
qué no comes hija? Era la profesora a la que momentos antes había visto al otro
lado del cristal que separaba el comedor de unos aparcamientos, fumando y
hablando con el hombre que había hecho de guía; giraba la cabeza para echar el
humo sin dejar de asentir, como si quisiera crear en el aire una escalera para
fantasmas. Aprovecha y no seas tonta, que estos glotones se lo comerán todo.
Una de las portadoras de zumo, la más
joven, se puso a rellenar los vasos de plástico; el peligro de ahogo se intuía
en cada carrillo inflado, en cada chasquido que emitían esas bocas enfoscadas.
De la mesa de los trabajadores llegó ahora una risa ronca, casi un ronroneo
diluido en un aire cargado con algo así como una electricidad de bajo voltaje que derramaban siete pares de ojos soñolientos o soñadores. La chica del zumo,
revitalizados sus movimientos bajo el influjo de esa energía invisible como la
gripe, cambió ligeramente de color y dejó vasos demasiados llenos o demasiado vacíos.
Zaida aprovechó para meter rápidamente un dedo en el ojo de un bizcocho y
untarse los labios con crema de chocolate para después simular una masticación
más bien discreta. La chica del zumo se había acercado ahora a la mesa de los
trabajadores y bromeaba y se dejaba bromear y finalmente accedió a servirles un
zumo que no beberían.
De repente, una algarabía: risas que pugnan
por salir como notas de un piano hundido en el barro, un llanto como de
elefante acatarrado, entonces una increpación cortante de la profesora y un
destierro inmediato a una pared con carteles publicitarios de pilluelos
sorprendidos en variadas fechorías inocentes; Zacarías había estampado un
bizcocho en la cara de su compañero de mesa.
Poco después, cuando hacían cola para
montar en el autobús que los traería de vuelta, Zaida se topó con los ojos
negros de Zacarías. Se había colocado a su lado y a ella le pareció que median
lo mismo, que su pelo era bonito, sus labios valientes y que en su mirada se
escondía un secreto que se reía por lo bajini.
Te estuve mirando, le dijo Zacarías,
yo tampoco podía comer nada. Me pareció buena idea…aunque reconozco que la tuya
fue mejor.
Y fue así cómo Zaida y Zacarías
consiguieron volver a casa, sanos y salvos.
A los doce años y doscientos setenta
y siete días, al llegar de la escuela, encontró a su madre ovillada en un
extremo del sofá, cubierta con su albornoz celeste, sosteniendo su taza para el
café en donde, a modo de ceremonioso aderezo, habían sido vertidas lágrimas de
una mujer todavía muy joven, una mujer con grandes dosis de curiosidad intactas
pero no siempre atendidas, provista aún de cierta inocencia, cierta torpeza a
la hora de descifrar muchos de los códigos o avenencias tácitas que sostienen la
vida adulta. Una queja debilitada que se hacía notar bajo condiciones
especiales de silencio o sosiego, como la crujiente pieza suelta de una
articulación mal curada en la juventud.
Las gruesas cortinas negaban la
identidad a un día especialmente claro y la única luz provenía de una lámpara
minúscula sobre la mesita del teléfono, en ese momento, mortecinamente
asombrada de estar encendida. Pero era el televisor, con el volumen quitado, el
que descubría los rasgos dilatados, las acuosidades retenidas como charquitos o
huellas de lametones, los labios derretidos y brillantes.
Zaida dejó caer la mochila que
llevaba a la espalda y sólo entonces su madre reparó en ella, desanudándose,
reincorporándose al ámbito de los gestos cotidianos, de las expresiones
conocidas. Mamá ¿estás llorando? Dejó la taza sobre la mesa, se ajustó el mudo
de la bata. Como si oliera un libro se paso las manos por la cara y continuaron
haciendo un barrido por su pelo ondulado y todo eso con el desapego y la
diligencia de la que una madre es capaz. Sólo tenía un poco de migraña, pero ya
estoy bien. Descorrió las cortinas y aquel cuadro de Rousseau que era el
jardín, con sus hojas selváticas, sus flores golosas, sus enredaderas espías,
inflamó toda la sala con un aplauso luminoso. Zaida apagó la lamparita, más
inservible que nunca, y se quedó mirando a su madre.
No has ido a trabajar, mamá, y
estabas llorando. No me mientas ¿Qué pasa?
La madre hipó y por un momento
pareció que se abandonaría a la inercia del desconsuelo como la nieve acumulada
en una ladera tras una detonación. Pero palmeándose los muslos, consiguió
reponerse y tomar las riendas. Vamos a hacer una cosa, me voy a dar una ducha y
después cogeremos el coche y daremos una vuelta. Iremos a merendar y al cine si
quieres. ¿Te parece bien? Me parece genial, pero no creas que así vas a
escaparte. Le contestó su hija.
A Zaida le gustaba como conducía su
madre y sentir el cosquilleo en el estómago cuando el coche se deslizaba por la
amplia curva de la autopista que descendía en dirección a la ciudad. Una ciudad
que desde allí arriba parecía de juguete. Le gustaba ver los caballos pastando
en los baldíos escombrados. Las ruinosas chozas de madera coronadas con
plásticos brillantes fijados con piedras. Los salvajes niños que a veces se
veían jugando en las fangosas orillas del río con sus turbias corrientes de
café con leche. El milagro de entrar en lo que hacía apenas unos minutos cabía
en una mano. Le gustaba la voz de la radio, tan simpática, que lograba que todo
aquello pareciera normal.
Se internaron parsimoniosamente por
calles estrechas del centro, en donde minúsculas tiendas de todo tipo exhalaban sus aromas. Dependientes
pensativos, asidos a mostradores, se iban sucediendo como estampas de una
linterna mágica.
Después salieron a una avenida ancha,
resplandeciente de sol, que las llevó hasta un parque que rodearon, y entonces
Zaida le dijo a su madre que un coche las estaba siguiendo.
-¿Qué coche Zaida?
- Es un coche negro y
lleva ya un rato persiguiéndonos
¡mamá, te lo juro! ¡Disimula!
Se detuvieron ante un semáforo en
rojo y la madre observó por el espejo que efectivamente un coche negro se iba
deslizando suavemente hasta situarse justo detrás. La sombra del quitasol
emborronaba el rostro del conductor, pero distinguió el fragmento brillante de
una corbata roja.
- ¿desde donde dices que
nos sigue?
-No lo sé exactamente
mamá…creo que lo vi cuando cruzamos el puente.
-¿Qué puente, Zaida?
-no sé…el puente mamá, el
puente.
- Bueno, pues ahora vamos
a comprobar si de verdad nos está siguiendo. ¡como en las películas!
Y soltó una carcajada tan formidable,
tan traviesa, que el semáforo no tuvo más remedio que darle la señal de salida.
Metió la marcha y el pequeño morro asintió con dos botes, dando su conformidad
a inminentes maniobras de despiste, y se lanzó al frente, chirriando de
orgullo, poniendo unas ganas conmovedoras. Avanzaron por una calle que era un
túnel de hojas y ramas y en la primera oportunidad giraron a la derecha y se
adentraron en una calle con muchos portales. Aminoraron, mirando los espejos, ensordecidas por la escandalera de un millón
de pájaros ocultos. Entonces apareció el coche negro doblando la esquina con
elegancia. Aceleraron y continuaron hasta que pudieron girar a la izquierda y
entonces se detuvieron detrás de un taxi que en ese momento cargaba tres
generaciones de una misma familia. Se volvieron a mirar, y esperaron,
acoplándose la canción que sonaba en la radio al pulso inconsecuente de todo el
suspense que fuera posible aceptarle a una calle residencial de un barrio de
clase media y a media tarde. El coche negro volvió a aparecer. Se lo tomaba con
calma, realmente. Era como si estuviera seguro de poder encontrarlas por mucho
que ellas corrieran o por muchos laberintos que dibujaran. Tardara más o
tardara menos, al final él aparecería. Por supuesto, con elegancia, sin sudor,
sin movimientos bruscos.
Madre e hija se miraron y sería tonto
decir que en este punto ya debían de estar más que convencidas porque, como
suele suceder en toda situación alarmante, la casualidad, esa fantasía anestesiante,
tiene un cupo, y este suele ser variable; el cobarde tiende a refugiarse en la
coincidencia perpetua para mantener alejado al destino y así no tener que
admitirlo; el valiente quiere ser señalado por todas las estrellas y acepta el
complot como la explicación más razonable.
El taxi se movió por fin y todos
avanzaron con lentitud entre dos hileras de coches aparcados.
¿Tú lo conoces Zaida? ¡Yo no se quien
es! Lo tenían pegado al culo y podían ver al conductor con claridad: una cara
redonda y pálida, con ojos escrutadores y orejas picudas encendidas de sol. Ni
idea mamá ¿y qué hacemos? No sigas para adelante, vamos por donde el taxi. De
modo que, siguiendo al taxi, volvieron a girar a la izquierda, desde donde
saldrían de nuevo a la avenida abovedada de hojas. El coche negro siguió de
largo. ¡Es una trampa! Y entonces Zaida decidió que ya estaba bien y se
desinfló en una carcajada que hizo a su madre dar un bote en el asiento. ¿Me lo
vas a contar?, Mamá, ese hombre no nos estaba siguiendo, solo quería que
salieras de la burbuja, no habías dicho nada desde que nos montamos en el
coche…,¡Zaida, por Dios! ¿Como se te ocurre hacer estas cosas?, te juro que a
veces me descolocas. Pero mira, ha servido mamá, y creo que te ha gustado y
todo. Pues parecía que nos siguiera. Ya, pura coincidencia, pero reconozco que
me puse nerviosa cuando ese coche se empeñó en seguirnos de verdad.
Imagino, Zaida, imagino…bueno, lo
mejor será que vayamos a merendar de una maldita vez.
Dejaron el coche a la sombra de una iglesia que
contemplaba una fuente como un perro adormilado un aspersor, y caminaron
agarradas del brazo, parándose a mirar algunos escaparates, teniendo a veces
que pegarse a la pared, al modo del amante sorprendido en la cornisa, cuando un
coche quería abrirse paso por esas angosturas medievales, hasta que
llegaron a una cafetería de dos pisos.
Zaida pidió un sándwich de jamón y queso y un
batido de fresa. Su madre un sándwich vegetal y una cerveza servida en una gran
copa, turbia de frío. No le digas a papá, ya sabes como se pone. Pero hoy
precisamente, lo necesito. E hizo un mohín de perverso placer, con un penacho
de espuma en la nariz, y a Zaida le entraron unas ganas tremendas de quererla
sobre todas las cosas.
Se habían sentado en una mesa de
la planta superior, junto a la ventana, y no había nadie más allí
y cuando el camarero, un chico de increíbles manos huesudas, subía desde la
planta baja, los crujidos sobre los escalones de madera era lo único que se
oía. Zaida había esperado a que su madre se terminara el sándwich y dos tercios
de la cerveza. ¿Me vas a decir por qué estabas llorando, mamá? ¿Entonces no
tengo escapatoria? No la tienes. Es complicado, Zaida. Es posible que no me
hubieras visto llorar antes, pero te aseguro que lo he hecho. Todo el mundo lo
hace o todo el mundo debería de hacerlo de vez en cuando. ¿Por qué? Pues porque
hay muchas cosas que piden unas lagrimitas para que puedan ser vistas mejor,
con ojos más limpios. ¿Cómo cuales? Muchas cosas: algunas películas o mejor
dicho, algunas partes solamente. Algunas cartas, algunas cosas que hemos hecho
y quizá no estaban del todo bien. Y a veces, por supuesto, se puede llorar sin
saber muy bien por qué, antes de saber para qué nos andamos limpiado los ojos.
Se puede llorar, y este es de los peores llantos que pueda haber, precisamente
por pura desesperación por no poder llorar y es este un llanto seco, rasposo,
como si te pasaran piedras afiladas por el pecho. Naturalmente también lloramos
para que otros nos vean más claramente o nos vean por primera vez. Bien, pero
tú llorabas sola, y no veías ninguna película, ni leías ninguna carta y mamá,
es imposible que alguien llore sin saber por qué llora. Quizás si se sepa, pero
es como esa palabra que se queda en la punta de la lengua y no termina de salir
o sale disfrazada y cuando por fin das con ella, resulta que la palabra
correcta es mucho más fea, mucho más extraña y alejada de lo que queríamos
decir, que cualquiera de las demás. Eso es lo mismo que cuando repites muchas
veces la misma palabra. Bueno, si, es algo así también. Yo creo que soportamos
muchas cosas porque la mayoría de las personas las pensamos una sola vez o dos
o tres veces al día, no las suficientes y por eso es tan difícil ser
verdaderamente fiel a algo sin que te mate el aburrimiento o el pánico. Las
cosas son como son o parecen que son como son, para que la gente no sepa lo
loca que realmente está. Para que tú y yo podamos estar aquí sentadas ahora,
charlando tranquilamente y sin que tengamos que dudar que llegado el momento saldremos
de aquí y nadie atrancará la puerta y una vez fuera, sabremos cómo volver a
casa porque todo estará intacto, la ciudad de tus doce años y la mía de treinta
y pocos y esa imagen no puede, no sabe, no debe invertirse nunca. Pues háblame
como a tu hija de doce años y no como a una de tus amigas pijas. Lo sé cariño,
pero a mi misma me cuesta entenderlo. Precisamente, ahora voy a contarte algo que me contó una amiga
que tú no conoces porque hace ya tiempo que se mudó con su familia bastante
lejos. Algo que creo tiene que ver con lo que trato de explicarte. Esta amiga,
después de casarse, vivió unos años en un piso que estaba justo enfrente de un
colegio. Cuando se quedó embarazada no dejaba de pensar en el momento en el
que, desde la ventana, podría ver jugar en el patio a su hijo como ahora veía y
oía a tantos otros hijos de otras madres. A veces veía a niños que le parecían
demasiado pequeños y una vecina le comentó que en el mismo colegio había
también una guardería. Un día fue a verla; era una especie de casita
independiente, con tejas rojas, bordeada de árboles y a la que se llegaba por
un senderito de piedras pintadas de verde. Imagínate. Así que pasó el tiempo y
ella tuvo un niño precioso de verdad y antes de cumplir los tres años ya era un
inquilino de la casita. La madre desayunaba cada mañana ante la ventana,
esperando el momento en el que sacaban al patio a los más pequeños. Lo veía
hacer un hoyo, lo veía caerse y levantarse como una burbuja de polvo. Lo
comparaba con los otros niños y estos le parecían un poco peor hechos, más
brutos. Cuando estaban en casa lo cogía en brazos y lo llevaba a la ventana y
mostrándole el patio le explicaba, sintiendo que a lo mejor estaba estropeando
algo, que ella podía verlo desde allí cada mañana, que podía verlo todo y le
preguntaba al oído que hasta donde quería llegar excavando ese agujero en la
arena. Y el niño, que ya sobrepasaba los tres años, se reía y se reía el pobre.
Pero ella insistía sobre todo en hacerle entender que él podía verla a ella
también, asomada a la ventana, con solo mirar un poco hacía arriba. Algunas
veces se lo recordaba justo antes de dejarlo en la puerta de la casita. Pero el
niño nunca parecía acordarse de esa posibilidad y se limitaba a hacer lo de
todos los días, jugar, excavar, y en ningún momento hacía siquiera el amago de
buscar la ventana. ¿Y por qué no lo llamaba? Imagino que no hubiera sido lo
mismo para ella o tal vez temió pasar por una loca allí subida dando voces. Así
fueron pasando las mañanas de muchos días, ella desayunando junto a la ventana,
el niño haciendo sus cosas de niño en el patio, sin mirar jamás a la ventana.
Aparte de eso todo era como ella deseaba; el niño la adoraba y su alegría al
verla a la salida era una curiosidad que provocaba suspiros. Una verdadera monada
que debía dar ganas de comérselo vivo. Una noche tuvo un sueño: como cada
mañana se acercó a la ventana con su taza de café. De pie, inmóvil en el patio,
estaba su hijo, mirándola directamente. Entonces despertó, y se dio cuenta de
que estaba muy asustada y que le sería imposible volver a dormirse. Así que se
dedicó a lo que se dedica uno en estos casos, a darle vueltas al coco, con ese
odioso panorama de haber sentido miedo cuando vio a su hijo haciendo lo que
ella tantas veces le había pedido. Y al final comprendió, como cuando en la
oscuridad te dejas guiar la mano hasta el interruptor, que muchas de las cosas
que deseamos no suceden sencillamente porque esas cosas son a veces
incompatibles con la cordura del mundo, del mismo modo que la locura del mundo
puede llegar a ser incompatible con nuestros deseos, que son monstruos que se
ven presentables, hasta guapos, pero ay, cuando salen fuera, son cabezones y
patosos, orgullosos y tragones, y hay que estar pendiente de ellos para que no
se vayan cagando por todos lados o matando a alguien o planeando nuestra propio
asesinato. Hay que desear, tú debes seguir deseando, todos debemos tener
nuestra legión de monstruos, pero uno de esos deseos, el que debiera vigilar el
ímpetu de todos los demás, tiene que ser el de que el momento sea el apropiado,
y éste es justo cuando el diablo está espiando al dios que juega a hacerse el
dormido, cuando la manzana cae con el sabio de la gravedad ya lejos y de espaldas, cuando casi nos hemos
olvidado de que deseábamos eso que de repente comienza a ocurrir.
Cuando volvían a casa, arropadas por
el íntimo desplazamiento del coche, mientras anochecía sobre los parques y las
calles todavía concurridas, y las farolas contraatacaban asumiendo el papel de
entintar recodos y narcotizar rostros pasajeros, y mientras dejaban atrás la
ciudad y sus almas errantes y aparecían los campos yermos y a lo lejos una sola
ventana iluminada en medio de toda la oscuridad que se había tragado los
caballos y las piedras y hasta el río entero, y por unos instantes aparece una
mujer con coleta, aureolada de vapor;
quizás la madre de los chicos que vio junto al río, que prepara la cena,
mientras estos todavía vagan por ahí, con todo tan oscuro y esa sola ventana
microscópica para guiarlos de vuelta; mientras todo se rendía y se envenenaba
de frío y abandono, Zaida tuvo la tentación de hacerle dos preguntas a su
madre. La primera: ¿era ella uno de sus deseos monstruos? La segunda: ¿por qué
había llorado realmente?
Pero al final decidió que el momento
apropiado ya había pasado; que penetrar en el laberinto adulto cargada con su
propio laberinto, requería de una determinación, de unas ganas de dejarse
llevar por la aventura y el despiste, que en ese punto del día, ya le resultaba
imposible reunir.
¿Puede aún hoy existir un lugar dentro
de una casa, después de tantos siglos de persecuciones, avaricia, celos, grupos
clandestinos, asesinos en serie, desertores, negocios turbios, juegos para
niños enclaustrados, mujeres prudentísimas, hombres desconfiados y legiones de
fumigadores profesionales, un lugar que jamás se haya usado como escondrijo, un
lugar no violado por ningún secreto, virgen de complicidades, sorpresas,
pruebas inculpadoras, ajeno a la selección natural del camuflaje?
A veces resulta más fácil que la
tierra devuelva uno de sus polvorientos fósiles milenarios a que una casa
confiese poseer un secreto olvidado, un extravío sigiloso.
Zaida tuvo que vivir exactamente
catorce años y trescientos cincuenta y cinco días para que uno de esos tesoros
fuera cedido de nuevo al mundo. ¿El modo? De lo más vulgar: escupido por un
cajón, huraño como la tapa de un nicho; relegada y consabida arca para
facturas, prospectos, alevosas tijeras, pilas, y en el caso que tratamos, un
sobre de tamaño mediano lleno de fotografías. ¿Qué andaba buscando Zaida?: apelando a los propietarios de
mascotas que alguna vez hayan sucumbido a la desesperación de haberla perdido,
agotadas todas las búsquedas que ampara el sentido común, se puede decir sin
asomo de extrañeza, pues la penosa frustración es inagotable instigador de
extravagantes posibilidades, que buscaba un hamster color canela, llamado
Rufián, Rufi, Bicho, que llevaba ausentado de su jaula unas dieciocho horas.
Vayamos al sobre. Contenía este: Una
fotografía a color en la que aparece una mujer morena muy joven, con tejanos
blancos y jersey azul. Sonríe, entrecierra los ojos para protegerlos del sol.
Su pelo es abundante, vigorosamente expandido. La mujer está sentada en un muro
bajo de piedra y detrás, el abismo de un cielo azul y un valle verde. En su
mano derecha un cigarrillo furtivo y junto a ella, sobre el muro, la nebulosa fulgurante que el sol arranca a un
envoltorio de papel de plata, un mapa de carreteras, una cajetilla de tabaco,
unas gafas de sol y lo que parece el ectoplasma de un duende. Una fotografía a
color en la que se ve a la misma mujer, esta vez con un vestido veraniego
amarillo y una gorra blanca, mirando cómo una ola que retrocede, se agarra a
sus pies para llevársela. Una fotografía a color de un borroso beso; dos
perfiles encajados y una V blanca sostenida por la frente. Una fotografía a
color de un hombre joven, vestido con unos tejanos azules cortados por las
rodillas y una camiseta de rayas verdes y blancas, sandalias. Es corpulento,
está sentado en la roca negra de un rompiente y en un cuaderno toma apuntes a
lápiz de una medusa escollada que tiene a sus pies. Una barba de varios días y
la tensión filamentosa de su brazo moreno, le da un aire de naufrago, de
naturalista entregado. Una fotografía a color de la misma mujer, ahora desnuda,
sorprendida cuando se daba una ducha con las cortinas abiertas. Cómicamente
indignada, juega a taparse. Se aprecia las huellas del bikini, un cardenal en
el muslo derecho, un tono quizá demasiado intenso en los labios y reflejado en
el espejo, un cartel publicitario con las vistas aéreas de un enclave con
columnas, terrazas y jardines, sobre una alfombra de pinos, flanqueado por un
mar casi negro, y en revolucionario rojo, ADIAZ LETOH. Una fotografía en color
del hombre de la barba, tumbado en la cama, desnudo. Con las manos en la nuca
sonríe mostrando los dientes, el pene descansa sobre el muslo izquierdo. El
pecho peludo, el vientre rojizo, la planta de los pies como dos llamaradas. A
intervalos, a través del sistema montañoso de las sábanas, puede apreciarse un
magnifico ejemplar de caracola erizada de púas y el lago de sangre de una
prenda de satén. Una fotografía a color de la mujer sobre la cama, en decúbito
lateral, desnuda. Apoya la cabeza en la mano izquierda. Su mirada es espesa, como
si mandara una señal a través de varias capas de vapor y anhelo. Se muerde la
punta del dedo índice de su mano derecha. Del vello del pubis corre una
procesión de hormigas huyendo hacia el ombligo y las rótulas encajan entre sí
como un juguete prehistórico. Una fotografía a color de otro beso en primer
plano. Éste más nítido: sin tocarse los labios, dos lenguas forcejean y se
achatan; un beso sin envoltorio. Una fotografía a color en plano cenital de un
pene inflado, furioso, que desaparece por entre el tumultuoso oleaje capilar de
una cabeza resquebrajada por un rayo zigzagueante. Una fotografía a color de la
mujer, agachada, con el vestido amarillo; trata de ganarse la confianza de un
gato gris que se asoma tras un macetero enorme. Cinco fotografías de menor
tamaño, en blanco y negro, que muestran a la mujer, desnuda y de perfil, en
distintas etapas del embarazo. Una fotografía a color del hombre, sin las
barbas, y de la mujer, sin asomo del vientre, subidos ambos a la misma
bicicleta; ella sentada sobre la barra, agarrada al cuello del hombre, con las
piernas estiradas y muriéndose de la risa. Él, con la lengua pegada bajo la
nariz, lucha por mantener el equilibrio entre las pedregosas roderas de un
sendero de montaña. Y por último, una fotografía a color de un quirófano; una
escena coral escorada hacia la izquierda como si hubiera sido tomada en alta
mar, durante una tempestad. Se ve a una enfermera de anchas espaldas que se
asoma por encima del hombro de un médico aguamarina con los carrillos de Eolo y
que sostiene ante sí a un recién nacido tintado de moras y grosellas, y entre
las piernas de éste y los codos de aquel, el rostro oblicuo de la mujer, con la
vigilancia y la ansiedad aflorando de las blancas medias lunas de sus ojos
fijos.
El sobre volvió a ser enterrado entre
facturas. De noche, ya acostada, Zaida lo sentía palpitar, emitir una especie
de discurso o chasquido muy leve de algo que estaba vivo, como si después de
todo, Rufián estuviera verdaderamente allí metido. Le subía entonces, como filtrada
del colchón, una fiebre que le trepaba por las orejas y se le hundía en las
mejillas; un vaho de menta que le rodeaba la cintura y se condensaba entre los
muslos como si una boca húmeda le diera besos ahí abajo muy delicadamente, tan
solo tocándola con el aliento pespunteado de una respiración indecisa,
atormentada. Sucumbía ante una
transformación de perspectiva: la cama crecía alejando los acantilados de sus
bordes hacia los confines del silencio absoluto. Desorientada, extasiada en rigor mortis, se
abandonaba en una deliciosa caída libre,
sintiendo que partes infinitesimales de su cuerpo se iban desprendiendo y
arremolinándose en un espacio más limpio y flexible, donde volvían a
reagruparse con una nueva y untuosa cohesión que irremediablemente la conducía
al profundo sueño de los bienamados.
A falta de una semana para su
cumpleaños el padre le preguntó si había algo que quisiera o necesitara
especialmente. Y como si no fuera ella
la que hablara, sin tomarse ni dos segundos en pensarlo, como si alguien dentro
de ella ya lo tuviera pensado hacía mucho tiempo y hubiera sopesado
concienzudamente las posibilidades que le brindaba esa posesión, dijo: sólo
quiero tu vieja cámara de fotos.
3. La magia
Del diario de Zaida, con fecha del 11
de Octubre de 1999: “He descubierto un
nuevo país. De momento parece ser sólo mío. Cuando lo encontré daba un poco de
pena, de lo sucio y abandonado que estaba. Incluso había animales muertos. Me
he pasado arreglándolo una semana entera yo sola. Tiene árboles milenarios y
estatuas antiguas, algunas con alas, pero tan negras que más que ángeles
parecen demonios. Pero estos demonios ya no me asustan y siento que vigilan y
protegen la gran casa. De momento me guardo el secreto y soy yo la reina
absoluta. Pero una reina solitaria y trabajadora ¿pues cuando se ha visto a una
reina agarrando a un gato muerto por la cola o barriendo hojas o arrancando
tablas de las ventanas?
En algunas habitaciones he visto señales inquietantes de moradores
recientes: restos de un fuego, ropa, pintadas y cosas así. Temo que un día
vuelvan y me pillen desprevenida, haciendo la siesta bajo la cúpula o regando
las flores que me he traído del jardín de casa (espero que papá no se dé
cuenta). No sé qué podría hacer en un caso así. Soy tan [incomprensible] pero
también soy valiente y lista y estoy dispuesta a cubrirme con una sábana y
hacerme pasar por un fantasma si fuera necesario.”
Hay días que nacen envueltos en una
niebla tan cerrada que parece el final de los tiempos, aunque quizá fuera así
también el principio del mundo: un gigantesco lienzo en blanco, una verdadera
pesadilla para cualquier artista, si no eres Dios, claro. Fue ésta una mañana otoñal en la que Zaida,
contra toda congruencia óptica para quien todavía es un amateur, realizó lo que
podríamos denominar su primer trabajo fotográfico serio. Durante los meses
previos se había dedicado a disparar indiscriminadamente, siempre dentro del
perímetro del hogar, ya fuera a sus padres, a una tarta recién salida del
horno, a una puesta de sol licuada por un enramado profuso o a las máscaras
africanas que adornaban las paredes del salón. Poco a poco fue aprendiendo el
mecanismo de ese ojo, las susceptibilidades de su párpado laminado, su
sanguíneo matrimonio con la luz.
En un pequeño petate metió un
bocadillo, algo de fruta, una botella con agua, varios carretes Kodak y un
paquete de chicles. Se colgó la cámara al cuello y salió de la casa, dejándose
tragar por aquel polvo fresco que era como el fantasma helado de una tormenta
de arena. A medida que el sol invisible ascendía e iba dejando notar su
perforación sosegada, aquí y allá se dejaban ver siluetas un poco más densas,
tocadas por brillos de un dorado cadavérico. Vio aparecer a un perro conocido masticando el aire. Vio
una tira azul tensada hacia la nada. Vio a su vecino agarrado al final de la
tira azul. Tres primeras fotografías.
Recorrió durante horas aquel domingo
amortiguado en el silencio y la confusión de un lento despertar postoperatorio
que, despojándose uno a uno de sus velos, fue pasando de la insinuación y el
misterio a la exhibición descarada de sus dones y miserias. Caminó por todo el
pueblo y también por sus alrededores, haciendo sólo un alto, pasado el
mediodía, para comer en el parque municipal, donde se le unió el jardinero, un
hombre gigantesco, que desplegó un raído mantel sobre la hierba, en el que
luego puso una porción de queso, un racimo de uvas y un plato en el que vertió una especie de
guiso que extrajo de una cazuelita que parecía sacada de una cocina de juguete.
Todavía a mi edad prefiero comer al aire libre, si el tiempo acompaña. Siempre
digo que vivo en el jardín de un obispo y que duermo en la celda de un
monje. Dijo esto último señalando con la
barbilla hacia una pequeña construcción de ladrillo rojo, revestida de hiedra
oscura y situada al noroeste del parque, entre abedules de plateada corteza.
Treinta años llevo cuidando de este parque y veinte viviendo aquí mismo, desde
que me dejaran quedarme, y no puedo
decir que tenga más motivos que cualquier otro para no ser feliz ni para todo
lo contrario, pero han sido más la veces que me he sentido afortunado de la
vida que he vivido aquí. Y el jardinero atacó a las uvas que un momento
antes había ofrecido a Zaida y esta
había rehusado, directamente del racimo, estirando los labios como un oso.
Zaida, como impulsada por un acto reflejo, apuntó y disparó con su cámara y
después gesticuló el coqueto sobresalto de un ¡oh! pero al hombre no pareció
molestarle lo más mínimo. Verás, yo he visto crecer este pueblo y con él a su
gente, os he visto desde cachorritos corretear por aquí mientras yo miraba que
todos los columpios estuvieran en condiciones, podaba las ramas con peligro y
demás tareas, y entonces, un día, yo empezaba a ser el ogro del bosque de
vuestros juegos, no sé como ocurría, sencillamente un día os sentía espiando
fuera y a veces tirabais piedras a mi ventana, eso sí, piedras pequeñas y si yo me asomaba, solo asomarme sin más,
vosotros corríais como conejos dando unos gritos tremendos y aquello, mentiría
si dijera que no, me divertía casi siempre. Poco tiempo después, porque al
final todo es muy deprisa, esos mismos niños, ya más crecidos, se aburren de mí
y se meten de lleno en los ritos del cortejo amoroso. El jardinero sacó de la
cesta una botella de cristal verde y dio un buche generoso y Zaida volvió a
disparar. Y entonces, delante justo de mis narices, en lo que es el jardín de
mi casa, tengo a una manada de jovencitos jugando a partirse los huesos por la
gloria de una mirada y bueno, el ciclo viene a ser el mismo siempre, cuando al
fin se llega a una conclusión es como si se evaporaran y a veces tengo que ser
yo el que los ahuyente y los haga salir de los matorrales como si fuera un
perdiguero y bien saben muchos padres las desgracias antes de tiempo que yo les
he ahorrado aunque luego agarren el coche y tiren para el barranco de los
olivos y allí no hay tu tía. El viejo siguió bebiendo de la botella y relatando
y a Zaida, que se había echado de espaldas en la hierba, le empezó a entrar un
sopor de lo más convincente.
Del diario de Zaida, con fecha del 20
de Octubre de 1999: “Esta mañana, en un
descanso, le he contado a Lola lo de mi país secreto. No mostró mucho
entusiasmo, la verdad, pero no me importó porque solamente era que aún no lo
había visto. A pesar de todo se ofreció a acompañarme cuando saliéramos. En el
camino me habló de un chico pero no sé realmente de quien porque yo no la
escuchaba pensando sólo en la cara que pondría. Sería sobre uno de tantos (!por
si un día lo lees, sabes que lo digo de bromita y que te adoro!). Cuando
llegamos ya llevaba un rato despotricando; no sé por donde se había imaginado
ella que quedaba esa zona pero desde luego no imaginaba que terminaría
arrastrando el culo. Muchas risas cuando la Lola intentaba subir la tapia. Ojo,
no es fácil: una vez tienes cada pié en su agujero has de impulsarte con los
brazos y llega un momento en el que estas allí colgada, ridículamente colgada,
ni para adelante ni para atrás, y entonces tienes que ayudarte con la punta de
los pies y si te entusiasmas demasiado corres el riesgo de caer de cabeza por
el otro lado. La bajada se hace más fácil gracias a una pila de mármol pero aún
así, de momento, no hay más remedio que descartar a las amigas menos atléticas.
Una vez dentro, Lola se asustó y fue uno de esos momentos en los que te
das perfecta cuenta de algo, de cómo es alguien en verdad. No sé si puede
llamarse admiración a eso que a veces yo siento o sentía por ella. Porque
también había algo de indignación, de miedo, y alguna vez, por qué no decirlo,
algo que se parecía a la envidia. Es suficiente con observarla un ratito para
ver enseguida que es alguien que convence, que alegra, que abrirá muchos
regalos en su vida, que llorará y reirá siempre con ganas, que partirá corazones demasiado delicados,
que si no la caga mucho, tendrá suerte.
Y allí estaba Lola, nerviosita perdida (“llamamiento” de morada,
repetía), la misma Lola que luego se
mete con cuatro en un coche, la que nos lleva mil vueltas de ventaja en lo que
a chicos, madrugadas clandestinas, higiene y cosmética femenina, crisis de
papás, se refiere. ¿No es sorprendente lo escondido que estamos en nosotros
mismos?”
Cuando abrió los ojos se descubrió
cubierta de hormigas y desplazada hacia un futuro de sombras alargadas. El jardinero,
sentado como un indio, parecía haber entrado en trance: se mecía, movía los
labios musitando algo; una cantinela incomprensible como el sonido de las hojas
o la disertación de un sonámbulo. De sus ojos, de natural melancólicamente
amables, emanaba sin embargo una violenta intranquilidad, una súplica
escalofriante; eran como dos pozos donde hubieran caído sendos caballos y con
las patas rotas relincharan desde las oscuras profundidades acosados por miles
de siniestras ranas.
Zaida lo sacudió por un hombro y este volvió
en sí y la miró con una expresión que parecía inquirir sobre la gravedad de la
falta que hubiese cometido. Parecía usted muy triste. A usted por el contrario
se la veía tan feliz durmiendo sobre la hierba que no quise despertarla. Ya se
encargaron las hormigas. Las hormigas son sagradas. Tengo que irme. El
jardinero intenta incorporarse y resoplando vuelve a dejarse caer. Mucho me
temo, pequeña, que este viejo ha tomado demasiado sol. Deje que le ayude. Zaida
toma uno de los brazos del jardinero y se lo pasa por encima de los hombros
mientras este hace un esfuerzo por desplegar las piernas cruzadas, como un gato
hidráulico, hasta que consigue ponerse
en pié con un balanceo circular. Y de este modo, el jardinero apoyado en Zaida
y ésta sintiendo el peso crudo de aquel derrumbe oscilante que la hacía
hundirse en el césped, llegaron a la choza de ladrillo. En la penumbra, Zaida
distinguió una cama lo suficientemente grande como para abarcar los casi dos
metros del jardinero y en el otro extremo, aunque todo era una continuidad de
tan apiñados que estaban, una mesa, un
par de sillas, un pequeño fogón y un armario no más ancho que un ataúd. Pero lo que realmente llamaba la atención una
vez que la vista se iba adaptando, eran las paredes, cubiertas de libros de
arriba a abajo.
El viejo se había sentado en la cama
y le indicó a Zaida una pequeña nevera eléctrica, de las que se encuentra en
las habitaciones de hotel, sobre la que había apilados utensilios básicos de
higiene y más volúmenes, y le dijo que creía podía encontrar dentro un refresco
para ella y una lata de cerveza para él. Zaida vio entonces, junta a la nevera,
un cubo lleno de botellas. Se abstuvo de coger el refresco y al viejo le llevó
una botella con agua. El jardinero sonrió, ¡ay muchacha, no dejes que nadie te
arrebate nunca esa fe! Sus ojos ya eran amables de nuevo y un poco tristes,
pero volvían a tener el sostén de un brillito que disponía al sarcasmo. Dio un
buche a la botella y se recostó en la cama. ¿Ha leído usted todos estos libros?
Yo diría que la mayoría. Se acercó para fijarse en todo aquello: había tratados
de botánica y horticultura, estudios ilustrados sobre especies de aves y sobre
parques y jardines de todo el planeta, novelas de misterio, de vaqueros, de ciencia
ficción y revistas de corte científico,
todo ello sobre estanterías y apilados en el suelo y sobre la mesa. En un hueco
desnudo había también fotografías recortadas de revistas.
Se preguntó donde haría el jardinero sus necesidades y entonces recordó
que lo había visto salir más de una vez de los baños públicos del parque. Se
fijó en una foto, la más grande, en la que aparecían Laurel Bacall y Humphrey
Bogart y el hijo de ambos, componiendo una acogedora escena familiar. Sin
embargo, mirándola más atentamente, le pareció que esa confortable atmósfera
era tramposa; ella, sentada demasiado lejos, parece aburrida; la chimenea está
apagada. Y luego esos tres enormes perros custodiándola, desaconsejando
cualquier aproximación, perros, sin duda, bajo las órdenes de Humphrey. ¿Y qué
ha aprendido leyendo todos estos libros? El viejo se quedó pensando, luego se
incorporó sobre los codos. De los libros, de la vida, de todo he aprendido que lo más importante es conseguir a toda
costa desembarazarse del miedo, conseguirlo cuando aún se es joven porque
cuando eres viejo se te permite tener todo el miedo del mundo, precisamente,
cuando ya no sirve de nada tenerlo o no tenerlo.
Un momento después el viejo ya
roncaba y Zaida salía al parque de nuevo y tras mirar el cielo se decía para sí que aún disponía de un buen rato de
luz.
Del diario de Zaida, con fecha del 16
de Noviembre de 1999: “A veces
parecemos una compañía de teatro, otras, un atajo de costureras histéricas.
Bajamos todos los muebles, que no son muchos, a la gran sala. Decoramos,
reconducimos la luz y creamos ambientes del pasado y luego nos tumbamos en el
suelo de madera y charlamos. Lola o Marta traen cerveza, lo que suele venir
bien porque ayuda a que se suelten y se hagan más dóciles. Yo, si bebo más de
medio vaso me envuelvo en algodón y me
entra la pereza. Cada una trajimos de casa vestidos viejos de nuestras madres,
sábanas, bisutería, peines, abanicos, zapatos, máscaras, etc. Tenemos hasta una
estola de pieles y un búho disecado al que le falta un ojo. Todo sirve y todo sobra;
al final son sus cuerpos lo que realmente
me interesa; sus cuerpos indefensos en medio de un desorden de muebles viejos y
telas gastadas que se abren y caen hasta los tobillos. Sus cuerpos
desprevenidos, con su piel blanca recortada sobre la madera oscura, o
acurrucados en el sofá, apretados, como si hubiera cocodrilos nadando
alrededor. ¡Es tan sencillo humillar a un cuerpo desnudo! basta con un mal
ángulo, una relajación, y ese cuerpo se vuelve tan vulnerable, tan ridículamente
honesto, que uno no puede evitar emocionarse ante la infinita riqueza de su
lenguaje. Porque al final siempre gana; de su desprevenida desfachatez surge
esa misteriosa lealtad, esa cosa amable y cómplice de lo que todos nosotros
somos.
El cuerpo de Lola es muy bonito. Es el más desarrollado, el más femenino;
lo que siempre me lleva a preguntarme si no habrá una relación entre la
velocidad en el desarrollo del cuerpo y la precipitación de los acontecimientos
que en teoría deben de ir acompañando ese desarrollo, cogidos de la mano.
Guarda misterios que el cuerpo de las otras chicas no expresa, por eso sus movimientos tienen otra gracia,
una especie de cautela, de elasticidad gatuna, que le permite tomar siempre el
atajo perfecto entre una pose y otra. Y eso es lo que yo pretendo capturar.
Pero he aquí que un rumor se ha extendido al grupo de los niños y estos
han debido de pensar que aquí andamos todo el día en pelotas y
haciendo orgías. Así que no han tardado en presentarse y todo se ha ido un poco
al carajo. Más cerveza, cigarros, tonteos varios. Les hago de guía, en un
intento más bien vano de hacerles saber que están en mis dominios. Rubén a
traído unos focos de su padre, que es arquitecto creo. Mario, que es más
práctico y preveía que allí no habría corriente, trajo velas y dos colchonetas
hinchables. Dentro de la casa solo puedo fotografiar de día y tenemos que ir
siguiendo al sol por todas las habitaciones. Podría saberse que hora es sólo
por la habitación que ocupáramos en ese momento.
El cuerpo de Marta es flexible y
fibroso, como el de una bailarina clásica.
Un solo gesto dice tanto que cualquier cosa vale. Se colgó desnuda de la
lámpara de araña, la muy loca, y salieron unas fotografías estupendas. Irene tiene
un cuerpo más como el mío: sin dejar de ser bonito tiene un no se qué de torpe
abatimiento; de alguna forma no logramos controlarlo del todo y se desata a
veces en arranques un poco exagerados. Teatro de la vergonzonería. Pero cuando
tengo mi cámara tengo
un látigo que no tiene que restallar para
que todos esos cuerpos llenos de energía se acoplen, ocupen su lugar exacto, me
comuniquen lo que quiero ver, se sobrepongan a la humillación y me cieguen con
su alegría y su rencor. Cada vez, cuando
cae la noche, se hace más difícil irse a casa y las veladas se alargan y allí,
tirados en el salón, a la luz de las velas, parecemos los últimos
supervivientes huérfanos de una catástrofe. A los niños les brillan los ojos en
la oscuridad y fuman más seguido. Ellas languidecen y sus rostros se abren como
flores nocturnas con ese color melocotón del fuego. Ahora que el frío se ha
puesto más serio, no tardarán en llegar las mantas, que es el artilugio de
magia más cotidiano y efectivo del
mundo.
Tres años después del comienzo de
aquel ciclo de formación, Zaida tuvo su primera exposición, se metió en la
carrera de Historia del Arte, entró a media jornada en una multinacional de la
hamburguesa y finalmente aterrizó de cabeza, o de culo, como diría su padre, en
un laberíntico piso de estudiantes.
La exposición se montó en una modesta
galería del centro, a diez minutos caminando desde el nuevo piso. El dueño de
la galería era un tipo de unos cincuenta años, que vestía su escualidez con
tonalidades pastel y hablaba con unos susurros salivosos de lo necesario del
arte, de lo ingrato del arte, de su lucha y su apuesta por los jóvenes
talentos, de los gritos en mitad de un desierto que a veces era vivir en
aquella ciudad. Mientras tanto, Zaida trataba de colocar sus fotografías
siguiendo una especie de hilo argumental, con saltos en el tiempo (despreciaba
la cronología). Un hilo que iba ensartando unas con otras, logrando a veces una
curiosa continuidad de movimiento, la conclusión de una acción fragmentada en
meses y años. Y la repentina certeza entonces de una vida circular,
reciclándose con sus propios ecos, una vida de guiones traspapelados en el
viento, un viento manipulador, exacto, que minuciosamente relacionaba a todos
con todos, le hizo sentir un vértigo tan atroz, que la escalera sobre la que
estaba subida comenzó a temblar, y el galerista, confundiendo aquello con la
inseguridad propia de un joven artista ante su inminente debut , se apresuró a
encomiar aquellas fotografías con la vehemente autoridad de la que solo un
artista frustrado es capaz.
Sólo cuando aún se desconoce una
disciplina, cuando no se posee una técnica y por tanto las reglas que la
conforman no pueden suponer una ventaja pero tampoco una limitación, se hace
posible que alguien que nunca ha pisado una bolera consiga un strike en su primer
lanzamiento; que aquel que nunca oliera la pólvora, en su primer disparo,
acierte de lleno en el corazón del ciervo; que el ser más solitario, de más
arisca timidez, logre una noche épica conquistar a esa persona imposible; que
una existencia circunscrita a la grisácea regularidad oficinesca, a la sumisa
aceptación de lo que es porque sí, se vea de repente vapuleada por una visión
aparentemente inofensiva y esa visión inicie la puesta en marcha de una
conciencia vandálica, disconforme, que empieza por imitar una obra de arte y
termina asesinándola y superándola. Y
todo ello como si una amistosa energía les hiciera un regalo y diera una
lección al resto, aunque, en el fondo, algo nos diga que la lección es sobre
todo para los beneficiarios de la proeza en cuestión. Dicho esto, no es de extrañar que algunas de
las fotografías que formaron parte de aquella primera exposición pertenecieran
a aquel día que amaneció amortajado y en el que esa energía misteriosa
participó guiando el ojo de aquella adolescente, cuajando entramados de luz y
personajes y cosas en una especie de simbolismo de lo cotidiano, de extrañeza
de lo familiar, como si de repente, el pan de cada día, reclamara su porción de
irrealidad, las decimales ocultas de su locura multiplicada.
Una hora antes de la inauguración,
fijada a las ocho de la tarde, todo estaba listo; el cava ya se había puesto a
enfriar, los folletos estaban dispuestos en montones iguales, la sala a una
temperatura agradable y las fotografías jugando a cambiarse de lugar.
El dueño de la galería preguntó a
Zaida si querría música y de ser así si tenía alguna preferencia. Zaida observó
sus fotografías como esperando que de ellas saliera el consentimiento y la
petición de un acompañamiento musical.
¿Que tal Pink Floyd?
Bueno, de esos no tengo nada... pero
si tengo un disco de música popular búlgara, completamente exquisito.
¿y algo de los Led Zeppelin ?
¿Conoces a Vlada Panivoshka? Es un
músico serbio soberbio... ¡vaya! ¡Ja, ja, ja!
¿Velvet,
Flaming Lips, Janis joplin....
...que son un grupo de chicos de varios países, virtuosos de la cuerda...
...Marley, Leonard Cohen, Cola And Company, Bowie, Ruffles
ham...?
...rozando lo
melancólico pero con una armoniosa médula de optimismo...¿qué?mira, lo mejor
será empezar con Satie y luego ¡ya veremos!
Zaida miró la
hora; todavía faltaban veinticinco minutos para las ocho y pensó que no había
mejor forma de cubrir ese tiempo que bebiendo una deliciosa copa de cava.
Carta a Zaida del
13 de abril de 2005, enviada desde la clínica psiquiátrica Hermanas
hospitalarias del sagrado corazón. Fragmento.
<< (…) La primera
vez que te vi me dio la impresión de que eras una esas muchachas un poco
enfermizas que uno imagina encerradas en una casa grande y oscura, encadenadas
a un piano y que a veces apartan las gruesas cortinas para mirar la vida
corriente a través de una ventana. Una vez, me ahorraré los pormenores por ser
endemoniadamente engorrosos, acabé saliendo con una chica de ese tipo. De piel
casi trasparente; cuando se excitaba o caía enferma, uno podía seguir todo su
sistema circulatorio. De la frente al empeine. Inteligentísima, algo bárbaro.
No se la podía engañar de ninguna manera. En realidad es muy complicado engañar
a cualquier mujer, el problema era que ésta no entraba nunca en el juego de
hacerse un poco la tonta, digamos que para hacer el asunto más interesante.
Era incapaz de esa mínima condescendencia para con nosotros, pobres bestias
testiculares. Y creo que eso terminó por joderlo todo. Pero tú, pequeña Zaida,
tú tienes un fuego que te sale por los ojos y ese fuego, que carboniza
cualquier intención que uno tenga de decirte la más mínima mentira, no por
miedo a ser descubierto sino porque
uno se siente arropado y fuera de peligro, es algo tan poderoso y real, que
tira por tierra todas y cada una de las poses con las que tú pretendes anunciar
una debilidad que no tienes (...) hemos
hablado mucho de ese primer encuentro. De la verdad imposible y la mentira
probable que encierra el inicio de una historia, de la electricidad que fija
los parámetros de ese inicio y lo impulsa en el tiempo, escoltado por dos
memorias que tratan de sostenerlo, de defenderlo con uñas y dientes hasta que
ya no queda nada por defender y terminan devorándose la una a la otra y de este
modo, Zaida mía, termina el amor. >>
Entró el padre a la galería con su
sombrero jipijapa, el que se ponía cuando pintaba en exteriores, seguido casi
de inmediato por un grupito de universitarias, alguna de las cuales todavía
exhalaban el humo de sus cigarrillos recién abandonados por sus boquitas
ácidas y multigestuales. ¡Vaya! Mi hija ha tomado de lleno el camino de la
bohemia, dijo, alzando los brazos y girando sobre si mismo con absoluta
teatralidad. ¿no vas a servir a tu padre una copa de eso? Zaida decidió no
entrar en su juego y llenó una copa para él. Lo encontró inusitadamente
envejecido, como suele ocurrir cuando uno abandona la casa paterna. Lo vio con
perfil feroz, altivamente burlón y con
el desenfrenado optimismo agrio de los despechados. Sintió lástima e incluso
empezó a arrepentirse de haberles contado lo de la exposición. Preguntó por su
madre. Todavía debe de estar buscando aparcamiento. Cada vez me alegro más de
haberme olvidado de conducir.
Llegaron amigos de siempre; los
supervivientes de la infancia y la primera adolescencia. Otros de reciente
adquisición; curiosidades que uno encuentra al final de una fiesta, engullidos
por el sofá, como una moneda de raro acuño, o fumando solitarios en la cocina,
y en los que Zaida había hallado cierta repentina camaradería, una sugestiva
complicidad que aprobó el desengañador reconocimiento de la resaca. Más compañeros de la universidad, estudiantes
de arte, que se aproximaron a las fotos pellizcándose la barbilla. Llegó la
madre, con su sofisticada manera de sofocamiento (toallitas húmedas, sonrisa
descreída y pañuelo desanudado), morena y con ese perfecto equilibrio entre la
cercana alegría que latía de su cuerpo y esa especie de abstracción pura en la
que a veces se sumergían sus ojos, su ser mismo, como si el curso de sus pensamientos
se topara de continuo con telarañas frías. Y por último, es necesario señalar
la entrada en la galería de un hombre, un hombre joven que no saludó a nadie de
los allí presentes y que estos, de haber sido interrogados, habrían jurado no
haber visto en sus vidas. Se deslizó como una sombra por entre el público, se
sirvió una copa de cava, merodeó con el desapego ficticio de un carterista,
apenas deteniéndose tres segundos en cada fotografía. Vació la primera copa y,
excusándose con una delicadeza no exenta de una pizca de sorna, por tener que
interponerse entre dos caras que conversaban, se sirvió una segunda copa.
Siguió después deambulando por un extremo inexplorado de la sala y entonces si
que ya se detuvo; interesado, estirando el cuello y bajando los hombros.
Carta a Zaida del
30 de Mayo de 2003, Danziger Strasse nº 11, Prenzlauer Berg, Berlín.
<< (…) te noquea. Te saca de ti de un solo golpe.
De la piel, del traje, del sitio donde un segundo antes estabas. Y mientras vas
volando, sin ojos para mirar, sin oídos para oír, ya eres otra persona, sin un
gramo de toxina, pura dulzura planeando en vuelo raso, sin músculos contraídos
esperando el impacto. Y nunca seremos tan bondadosos como en ese instante,
viendo como nos choricean la cartera, la sangre, el apetito y mientras tanto,
no dejamos de sonreír, siempre sonriendo...
(…)
Nunca me creíste, pero yo primero vi tu obra y luego
te vi a ti. Yo me había perdido en una de las fotos de los gitanos bañándose y
fue como si hubieras salido de allí, de aquella misma escena y te plantaras
delante de mí. Es decir, cuando me dijiste quien eras, me divirtió el haber
vivido la ilusión de sorprender a la fotógrafa en el momento de sacar la foto. Porque, como ya te
he dicho tantas veces y tú siempre has tomado como meras fantasías del alcohol,
yo oía a esos niños chapoteando en el agua de la fuente, oía sus gritos roncos
rebotando en los edificios circundantes,
alejándose en tropel, como nerviosos animalitos heridos huyendo por las
calles solitarias de agosto. Me llegaba el olor de esa agua corrupta, me
pinchaba el destello de esos cuerpos en calzoncillos, tostados como berenjenas,
afilados de pobreza, con esa olímpica y alegre violencia sin tapujos que es la
única manera de reconciliarse con la vida. Y entonces tú apareces, para
desnoquearme primero de tu foto, y después para que una vez fijaras tus ojos en
los míos yo supiera que sería capaz esa noche de todas las estupideces del
mundo para conseguir tenerte conmigo en una habitación cerrada. Y vuelvo a jurarte
que en un momento dado, cuando yo ya sólo iba y venía vigilando con quien
hablabas, vi a tu padre al fondo, apoyado en la pared y solo, el pintor, con un
foco alumbrándole la calva y sin quitarme ojo el maldito. Y entonces, alzando
la copa con una mano y con la otra haciendo un escueto signo de la cruz, me dio
su bendición, que muy bien podría haberse interpretado por un “no te acerques a
mi hija o te mato” pero yo aprecié su sonrisa bajo la sombra de la nariz,
percibí la amabilidad de aquel pintor que yo había reconocido por la calle y
había decidido seguir un rato, por diversión y un poco por superstición (dos
noches antes habíamos hecho algún comentario sobre su obra un amigo, también
pintor, y yo), de modo que ¿ por qué debía de parecerme extraño que fuera aquel
que me llevó hasta ti, quien me diera después el consentimiento para que ideara
la forma de raptarte y llevarte conmigo muy muy lejos?>>
Tres horas
después, sobre las once, casi no quedaba nadie en la galería, y Zaida, tras una
agotadora procesión de rituales de despedida y corteses acogidas de
felicitaciones, se dejó arrastrar con alivio, por un grupo de entusiastas,
hacia un bar cercano. Al poco rato, sabiéndolo de antes, lo vio allí, junto a
la puerta y le hizo gracia el descaro con el que la buscaba por el bar
atestado, moviendo la cabeza como si olfateara el aire. Después, todo fue un
carrusel de bares y caras, de conversaciones fugaces, felices y absurdas, que
aliviaban un poco la presión de la orina o la espera en la barra, y siempre él,
aquí y allá, en la retaguardia, disimulando a veces la desesperación,
restándole importancia a la embriaguez que le atenazaba el rostro.
Supo que él no
avanzaría hasta quedar sola; era un cazador asustadizo y solitario. Un chacal
con ojos de perro apaleado. Aquella
pasividad expectante, obsesiva, la irritaba y al mismo tiempo la envolvía en un
aura de peligrosidad secreta que sólo ella intuía y creía merecer, aceptando
en cierto modo su presencia como el hecho irremediable de haber dado un paso
más con su exposición a ese adentrarse en el mundo, a ese exponerse a sus
criaturas y a su amplia gama de sensibilidades.
Zaida fue hasta la
barra a pedir otra ronda. Al momento lo sintió al lado, desprendiendo un vapor
húmedo y caliente, transpirando como una patata hervida. Sintió el contacto de
su brazo en el costado y después vio su cara aparecer a su derecha,
descendiendo como una luna desinflada: – Esta noche estoy demasiado borracho,
pero te espero mañana en ésta dirección…necesito hablar contigo…ah, no te
preocupes por el perro, sólo quiere jugar…de todas formas lo tendré atado.
Buenas noches – tras decir esto salió del bar sin esperar respuesta,
tropezando, llevándose la mano a la boca como si fuera a vomitar.
Al día siguiente
Zaida fue entrevistada en una radio local. Al salir del estudio decidió dar un
paseo hasta el parque. Allí almorzó con el jardinero, sobre la hierba, como
tantas veces habían hecho. Éste le dijo que hacía años que no bajaba hasta la
ciudad, pero que rompería esa racha para ir a ver su exposición. Zaida le
agradeció el cumplido, pero nada le resultaba más peregrino que imaginarlo
montado en el autobús, caminando por las calles asfaltadas, desplazando su
voluminoso y desgarbado cuerpo silvestre por la atmosfera artificial de la
galería. Antes de despedirse, el jardinero le regaló “la vida de las hormigas” de Maeterlinck, en un hermoso volumen de
piel que parecía muy antiguo y cuyo tacto rugoso recordaba al melón.
Sólo en
determinados momentos del día le vino a la mente los ojos del perseguidor, su
mirada de impotencia, la fiebre mohosa de su proximidad. Pero rápidamente
pasaba a otra cosa y se olvidaba. A la noche soñó con él; estaba torpemente
escondido entre los árboles del parque, espiándola, hasta que de repente salía
a la luz del claro y avanzaba hacia ella, sin vacilar, mientras un chorro de
vapor le subía de la cabeza, de los hombros, cada vez más espeso y virulento,
hasta que finalmente, a pocos metros de ella, quedaba sólo la ropa húmeda sobre
la hierba.
A la mañana
siguiente buscó en los bolsillos de los pantalones y encontró la tarjeta con la
dirección. Se duchó, se puso un vestido azul marino, desayunó cerezas y para
cuando escupió distraída el último hueso en el bol, ya había decidido que iría
a verlo.
Carta a Zaida del
13 de abril de 2005, enviada desde la clínica psiquiátrica Hermanas
hospitalarias del sagrado corazón. Fragmento.
<< ¿Puede una mujer
reducir a cenizas toda una ciudad como Berlín? ¿Puede evaporarla, engullirla,
arrasarla hasta dejar tan solo los límites de un discreto apartamento
centenario, con sus dos dormitorios, uno diurno y otro nocturno, un baño para
escasas posiciones, cocina revestida de mármol amarillento, salón polivalente y
todo un ejército de escurridizos lepismas? Puede. Doy fe de ello.
Este fue el primer pensamiento que
me asaltó al despertar esta mañana, después de otro vano intento de exprimir a
las horas nocturnas algo más que un insípido sucedáneo de sueño. La escasez de
nicotina en la sangre produce, a la larga, una sensación de peligrosa lucidez
parecida a la que experimentan esos fanáticos religiosos y santones en sus
periodos de ayunas. Cierta euforia acompañada de mala
leche. Parece recuperarse, aparte de un apetito ciclópeo, el centro mismo del
propio carácter unido a una menor tolerancia a todo aquello que posee la
amenaza de desnaturalizarnos. Yo he estado desnaturalizado los últimos meses de
mi vida. Me refiero a que he sonreído demasiadas veces sin que ni una sola
molécula de mi cuerpo me apremiara a ello. Me refiero a que he buscado con
frenesí, una y otra vez, compañías que no han hecho sino dejarme el alma como
una cáscara vacía, despreciando en parte a otras que podrían haberme abastecido
con el suficiente sustrato alimenticio como para sumergirme en una larga y
solitaria digestión de cocodrilo. Me refiero a que he hecho y dicho cosas que
estaban muy lejos de mi línea real de pensamiento por el mero hecho de agradar
a cierta persona o de aparentar una afinidad
inexistente, de lograr siquiera las migajas de una atención momentánea y
exclusiva. No hay nada más dañino y estúpido que pretender beber una sangre que
no nos pertenece y que en el caso de permitírsenos acceder a ella, nos
envenenaría como heroína adulterada con matarratas. Un buen día se me revela
todo esto, de golpe. Salto entonces de la cama, me homenajeo con un desayuno
olímpico, empiezo a intuir la ciudad ahí fuera, formándose de nuevo,
desperezándose ladrillo a ladrillo, puerta a puerta, ley a ley… de modo que no ha
habido ningún holocausto, ningún arrasamiento. Empecemos pues por el bricolaje
hogareño, psicología barata y efectiva para un artista del hambre de treinta cinco años,
subvencionado del estado germano y en proceso de reconciliarse con sus
demonios. Pintemos puertas, demos un poco de color a pequeños muebles insulsos,
colguemos estanterías para rescatar del suelo a viejos y amados autores
devolviéndolos a una altura más digna. Ajustemos picaportes, engrasemos
ventanas correderas y establezcamos nuevas rutas de corrientes de aire. En
resumidas cuentas, adecentemos la trinchera para que no nos parezca una
trinchera. Una vez concluida la oxigenación cromática, pasemos a oxigenar
nuestro propio cerebro con un movimiento mecánico tan antiguo y sencillo como
es el caminar paso a paso, sin rumbo fijo, sin esperar encontrar nada en
concreto pero absorbiéndolo todo al mismo tiempo. ¿Quieres acompañarme en este
paseo?
(…) vaya, ¿a quien tenemos ahí bajando la calle con un lastimoso arrastrar de suelas? Es el
vagabundo al que fotografié lavándose las manos en una fuente al poco de llegar
a esta ciudad. Casi me alegro de verlo después de tanto tiempo. Es una figura
verdosa y obcecada; la cabeza desgreñada y barbuda y el cuello oculto en espesos pliegues de ropa forman un ángulo
recto con el tronco. Se mueve con extraña velocidad y en imperturbable línea
recta, como si toda esa multitud agitada que lo rodea no tuviera más
consistencia que la de hologramas surgidos de una reiterada intoxicación
etílica. ¡Resiste mi higiénico mendigo! Confieso que te fotografié por el
simple hecho de creer yo también que todo lo miserable, sucio, feo, desplazado,
mundano y sórdido encuentra un filtro de belleza y de apreciable estética
cuando traspasa mi objetivo canon de estúpido snob cazador de alimañas urbanas
.para que al final termines en un pretencioso catálogo que ojearan gilipollas
mentirosos creyendo apreciar el compasivo acto de una noble y cruda denuncia
social en blanco y negro, que queda más elegante y mucho más bonita…con gusto
te hubiera palmeado en la joroba y me hubiera disculpado honestamente y luego
te hubiera llevado a comer un buen filete con patatas fritas, pero soy un
jodido cobarde que participa por igual en este circo de desalmados
egocéntricos…
Una cosa así es suficiente para estropearme el día entero. Así que vuelvo
a casa, bajo las persianas y me meto en la cama: a fumar, a masturbarme, a
repasar una y otra vez el momento en el que empecé a inventarme todo este
infierno tan enrevesado y absurdo, a preguntarme como cojones pude levantar
esos pilares siendo como soy incapaz de concluir nada satisfactoriamente, de
comprender las instrucciones de un electrodoméstico cualquiera.
Terminé vendiendo casi todas mis cosas (es un buen ejercicio de humildad:
de repente sabes el precio que el mercado popular asigna a casi un lustro de tu
vida). Hace dos semanas tomé un avión y después alquilé un coche con el que
conduje siete horas que un atardecer que parecía no querer terminar nunca
convirtió en un acto irreal, absolutamente ajeno a todo: continuamente me
miraba en el espejo para cerciorarme que aún seguía ahí y no había
desaparecido, junto con el coche, la carretera. Toda la luz a la altura de los
ojos durante horas. De modo que cuando llegué aquí y solicité el ingreso, nadie
pudo dudar viendo mis ojos, que el mismísimo diablo llamaba a sus puertas (…)
Ven Z. Te invoco. Te imploro. Te suplico. Ven hasta aquí y deja que te
abrace. ¡Me encuentro tan bien! Estoy más gordo y hago ejercicio en el jardín.
Estoy moreno. Z Z Z Z, sueño reparador, déjame que te abrace. Quédate una tarde
conmigo, no lejos hay una playa tranquila. Nada me gustaría más que verte
aparecer, como aquella vez con el vestido azul, casi trotado sobre el perro,
como una niña jugando a ser una amazona que viene a salvarme. >>
Del diario de Zaida, con fecha 23 de
Noviembre de 1999: “Todavía me duelen las
rodillas, prueba evidente de que presencié el milagro. ¿De que sirven esos
salientes si no es para contemplar un milagro de la única manera que se puede
contemplar, para marcar en la arena el lugar exacto? Curiosamente también es la
postura para rogar el perdón. La postura del éxtasis. Y además es la postura
para hacer una felación, donde se pueden dar el éxtasis y el perdón.
Todo sucedió tal cual lo cuento:
Cuando salté la tapia debían de ser las seis de la tarde. Lo sé porque a esa
hora una de las estatuas sostiene el sol sobre su espalda, fijado con la punta
de las alas. En el salón vi las mochilas, los apuntes y los cuadernos desperdigados,
insinuando un círculo en el suelo. Una manzana mordisqueada en el centro. Pero
de los chicos ni rastro. Sin molestarme en buscar en las demás habitaciones de
la planta baja, subí las escaleras. Encaré el pasillo y entonces vi que salía
un resplandor por debajo de una de las puertas. Me acerque despacio, evitando
los puntos crujientes del suelo. Mil, dos mil veces había cruzado yo ese
pasillo de mi pobre casa. No tenía miedo, pero había empezado a oír unos ruidos
que venían sin duda de la habitación resplandeciente, que es la que llamamos
“la Sixtina” porque está toda cubierta de frescos, escenas de caza con
cazadores autistas perdidos en un bosque con toda clase de bichos agazapados.
En el techo el cielo ideal y aves de distintas latitudes, volando todas hacía
el centro para partirse los picos. Me apoyé en la puerta y escuché. La puerta
estaba caliente y entonces comprendí que habían encendido la chimenea. Un coro
de psicofonías, gotas de dos litros estrellándose en el suelo, risas
familiares… no sé como describir aquel sonido. No pude entrar, la habían
cerrado o atrancado por dentro. Fui hasta una habitación contigua, a esa que
llamamos “la sala de juegos”, porque se aprecia en el suelo la marca que dejó
las cuatro patas de una mesa de billar, en la pared el círculo de una diana rodeado
por una nube de mosquitos. Y aunque bien pudiera tratarse de una mesa pesada y
un espejo, alguien encontró allí una ficha de póker, y eso basta. Me encaramé a la ventana y
luego, de espaldas al resto del mundo, me pasé a la cornisa, una buena cornisa,
y fui desplazándome, maravillada de lo fácil que era, hacía las primeras ventanas
de “la Sixtina”. Los había fotografiado tantas veces, que los reconocí de
inmediato. Lola, a horcajadas sobre Rubén, ambos en un sillón vuelto hacía la
pared. Puedo ver la cara de Lola por encima del hombro de Rubén, puedo verla
sonreír mientras observa como Mario
embiste a Marta con un entusiasmo desesperado sobre la colchoneta, que está
apunto de reventar por los extremos y más allá a Irene, con la boca
increíblemente abierta dibujando una O, con un brazo sobre la cara y agarrando
con el otro la cabeza de Jesús, alias “el chucho”, que husmea entre sus piernas
mientras se toca, unas veces con distraída dulzura, otras con apretada energía.
No sé cuanto tiempo pasó hasta que todos se quedaron dormidos.
Alegres excursionistas en el claro del
bosque, abrigados por el fuego ahuyentador. Ante los ojos inmóviles e impasibles
de leñadores, cazadores y alimañas. Ante mis ojos, que no pudieron distinguir
el cielo estrellado hasta que no pasé un buen rato caminando por el jardín.
Estaba ya cerca de casa cuando oí las primeras sirenas a lo lejos.
Espantosamente lógicas en la noche silenciosa, pues ya volvía yo sobre mis
pasos a todo correr. Crucé la plaza de la iglesia e improvisé una súplica y
cien metros después, al doblar la esquina, maldije a Dios, grité y corrí
apretando los puños mientras el sonido de las sirenas te hacía perder el
equilibrio. Pude distinguir la columna de humo, como un terrible dedo acusador,
apuntando a mi mayor temor. Y entonces vi las llamas vivas, furiosas, abrazando
la casa como un pulpo y las piernas se me doblaron solas y caí de rodillas,
incapaz de seguir. Impotente ante la parsimonia de unos bomberos que creían
vacía la casa. Imaginándomelos en la misma postura con la que los dejé
dormidos, ahora en un sueño eterno y derritiéndose como cera esos cuerpos que
poco antes gozaban, sudando vida.
Estaba a punto de agarrarme a la cola del desmayo supremo cuando oí
susurrar mi nombre. Dadas las circunstancias, escuchar mi nombre susurrado, no
me supuso mayor extrañeza, pero cuando lo escuché una segunda vez y una
tercera, pronunciado ya con una ronquera de apremio, me concentré intentado averiguar
desde dónde me llamaban. Me puse en pié como pude y me dirigí a los naranjos de
la huerta que lindaba con la casa. Y entonces pude verlos: un grupo de seis
fantasmas desnudos, que me hacían señas semiocultos tras los delgados árboles y
no podían contener la risa, una risa traviesa, invencible, que se derramó por
mis venas como la sangre de una naranja.
¿Tengo que decir que fue el momento más feliz de toda mi vida?”