lunes, 18 de abril de 2011

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Ficcionary

  
  Entro de un salto en uno de los últimos metros de la noche exactamente como a mí me gusta, con el insistente ultimátum y las puertas cerrándose justo detrás y la sensación triunfal de haber dejado tirado a mi otro yo más cauto, el que se resiste a bajar los escalones de tres en tres no vaya a sufrir una torcedura. Lo veo ahí plantado en el andén con ese gesto de irritabilidad reprimida propia de los cobardes repentinamente abocados a sus propios medios, bye bye mon amour, te espero en casita, cenando fuerte y con extra de picante…de todas formas, he de reconocer que ya no me produce tanto placer dejarme atrás.
  Hace años, cuando descubrí lo sencillo que podía ser darme esquinazo poniendo en práctica sencillos métodos que en su mayoría apelaban a cierta muestra, no muy aparatosa, de atrevimiento o libertinaje que había de adoptar como una forzada cirugía de implante con el fin de escandalizarme hasta el punto de cocción necesario y expulsarme así a varios metros de mi propio centro, emprendiendo entonces una huida que terminaba por ser absolutamente legítima y provechosa, encontraba en ello un divertimento barato, un juego psicológico de descomposición al que hacen alusión numerosos manuales del tipo “descubra quien es usted” y cuyos ejemplos más inofensivos consisten en tomar de improviso una calle desacostumbrada en nuestro itinerario habitual, ataviarse bufonescamente y acudir de esa guisa al trabajo o a una cita crucial, atreverse a decir lo que realmente se piensa en un brindis de boda o en las exequias de un velatorio. Y así, hasta una infinidad de recursos orientados a facilitar la propia fragmentación, a la rotación de turnos, al deslastre que permita al triunfante en cada caso escapar liviano y puro a recorrer esos tramos de oro puede que del brazo de la fealdad más incontestable pero como si llevara en el bolsillo, lanzando cuneiformes destellos, el mismísimo Cullinan.
  Sin embargo, pasado un tiempo, uno cae en la cuenta de que todo tiende a homogeneizarse, al equilibrio o la simplicidad de las formas. En una palabra, a la rutinaria pose equilátera que adormece la brújula de nuestros sentidos. Cada día despertamos siendo uno, cada vez más compactos e indivisibles. Nos han dado alcance durante el sueño, han recorrido todos los caminos nocturnos hasta dar con nosotros y de nuevo se han metido sigilosos bajo nuestras sábanas. Llega pues un momento en el que se nos hace mucho más difícil poder despistarnos. Aquellas identidades que eran fácilmente desterradas se tornan sagaces y se anticipan a nuestros viejos trucos de evasión; No hay calles lo suficientemente inhóspitas para disuadir a nuestro yo asustadizo, ni persona tan horrible que logre achantar al yo más escrupuloso. Me temo que iré requiriendo de estímulos de exorcismo mucho más radicales; una enloquecida jauría humana dispuesta a despedazarme, una invasión alienígena y la consecuente guerra, encontrarme un domingo por la mañana tras la puerta la obligación moral de asumir una imprevista paternidad.    
  Pero esta noche, de alguna forma, lo he conseguido y le digo adiós tras el cristal y veo como se aleja mientras me clava una mirada que me contraría pues no es de desamparo o de furia como a mi ánimo le hubiera gustado percibir, sino más bien la entornada de parpados precisa para dejar entrever el baboseante y equívoco brillo burlón  de un niño idiota.
  Me dejo caer en un asiento y comienzo el proceso semiinconsciente de aclimatarme al espacio iluminado con leche ácida, a la incómoda intimidad de este salón de paso que comparte una eventual combinación de extraños. El vagón está casi vacío, solo unos pocos trabajadores del otro lado del atlántico, ceñudos y silenciosos, un joven con la satisfecha y despatarrada actitud postrevolcón entregado soñadoramente a su móvil, una chica de pelo grasiento que cabizbaja trata de ocultar con su mano una purpúrea erupción de acné que le cubre terriblemente la frente. Todo está tranquilo, nadie dice nada, cada uno está en sus cosas y solo se oye el traqueteo y un zumbido alucinado que gana protagonismo al aumentar la aceleración. Los últimos trenes semivacíos de la noche son los más veloces. Perforan la oscuridad de los túneles como un chute desesperado por las venas de un suicida. Nos dejamos mecer como plantas dormidas.
  Dos paradas después reaparecen de súbito los contornos, se restituye cierta tensión muscular;   con gran jaleo irrumpen en el vagón cuatro negros enormes ataviados con ropa deportiva y que sostienen sendos vasos de cartón que rápidamente inundan la estancia con un vivo olor a cerveza. Su corpulencia, como una avalancha oscura, parece ocupar todo el espacio del vagón. Ajenos a la curiosidad que su inesperada intromisión ha provocado, estos cuatro gladiadores charlan y carcajean con la pirotecnia que solo los norteamericanos son capaces de desplegar.
  Un rayo negro surge a mi izquierda como el reflejo de un pensamiento repentino. Presto atención: un tipo en el que no había reparado y que estaba sentado en el otro extremo de mi fila de asientos ha extraído limpiamente un cigarrillo encendido de entre los dedos de uno de los negros, lo ha arrojado al suelo y a continuación lo ha apagado con su zapato reluciente. Todo ello ejecutado con la rapidez y eficacia de una furiosa arremetida de mamba. La manera en que inmediatamente después de esa reprimenda silenciosa  se desinteresó por completo de los negros volviendo a su periódico con una expresión de enfurruñada concentración me pareció tan inquietantemente temeraria que ya no pude dejar de observarle, desatendiendo la probabilidad de una contraofensiva por parte del negro. Termina una hoja y pasa a la siguiente, mostrándome ahora dos tercios de su cara. Me fijo en el movimiento de sus ojos, para comprobar que no era una simulación, un socorrido escudo psicológico y realmente atendía a los artículos. No. Ahí no había remedo alguno, ni ninguna inquietud. Esos ojos azules e inteligentes engullían información, y las palabras eran deshuesadas, fileteadas, trituradas por la maquinaria de la astuta comprensión de una experiencia vital continuamente expuesta a las intrigas, la doblez y la intemperie moral al igual que un chulo experimentado aprende a invalidar las zalameras excusas de sus empleadas aplicando en su justo momento  un bofetón quirúrgico sin secuelas visibles o arrancando con un movimiento diestro sus trapos de reclamo.
 Se trata de un hombre de constitución delgada, más bien bajo, de piel y cabellos claros, de unos cuarenta años, sostiene el periódico abierto muy alzado, de modo que el que estuviera sentado enfrente solo podría divisar la punta de un cráneo rapado. Eran las suyas unas manos fantásticas y demasiado grandes para el conjunto, resaltaban fantasmagóricas al final de las mangas de su chaqueta sintética y funcional como sólidas emanaciones carnosas autosuficientes. Manos varoniles y cuidadas. La mano que uno imagina cabalgando una montblanc y firmando documentos intransferibles. Contando billetes con mecánica frialdad. Manos expeditivas sometidas a una extrema depuración gestual que descartaban cualquier floritura innecesaria. Aclimatadas al espeso y terco peso de un revolver. Su rostro muestra un perfil suavemente tiránico, con ciertos ángulos de anglosajona arrogancia. Le cruza por encima del pómulo la patilla de unas gafas. Desinteresada y efectiva ecuación estética. Monturas rectangulares de metal gris enmarcan sin asomo de efecto oficinesco los ojos azules, agudos. Tiene el aspecto de un ejecutivo al servicio de Satanás. Hombre de confianza, solucionador de embrollos, domador de hienas y celoso protector de pesados secretos.
¿Qué hace un tipo como tú viajando en metro?
¿Acaso has decidido citarte en un lugar en continuo movimiento para intercambiar información altamente secreta? ¿Has eliminado a alguien y ahora vuelves sereno hacia tu casa? ¿O es ahora cuando te diriges a cumplir el encargo y nada en tu actitud puede hacer sospechar que vas a cometer asesinato de tantos y tantos que un mal día en forma de un sencillo papelito, una fotografía o una voz neutral saliendo del teléfono fueron a caer en la siniestra órbita de tus servicios?

  Anuncian mi parada. De dos zancadas me sitúo frente a la puerta de salida barajando nervioso la posibilidad de continuar en el vagón y seguir el periplo del asesino. Lo sigo observando reflejado en el cristal por encima de mi hombro. Percibo su presencia gigante tras de mí, zumbándome en los oídos. Se ha colocado el periódico sobre las piernas. Llego a mi destino, la gente que espera en el andén pasan veloces como maniquíes tirados por una cuerda. Un último vistazo me hace reparar en una especie de etiqueta prendida en su chaqueta. Arrugo los ojos para tratar de descifrar lo que pone, no me atrevo a girarme. Una T…las luces del andén, los carteles…así no hay manera…una M…el convoy se detiene…una…B. Me giro muy lentamente y entonces puedo leer con toda claridad: TMB Transports Metropolitans de Barcelona. La puerta se abre con escatológica velocidad. Bajo al andén como si descendiera a la luna. Me tengo que sentar y mirar, ahora con todo descaro, a aquel empleado del metro y no puedo evitar una carcajada de asco mientras se aleja y se pierda en la oscuridad del túnel para siempre. Decido quedarme allí y esperar a mi otro yo más cauto. Cenaremos una crema de verduras, aunque creo que los puerros ya se han echado a perder.

    Quién soy